La «sombra»: el lado oscuro y el arquetipo del adversario

Al igual que la «persona», existe otro muro de contención, en este caso entre nuestro yo interior y las profundidades. Y como todo muro, protege lo que está a un lado de lo que se encuentra al otro. El muro supone protección, pero también cárcel. Y esa personalidad aprisionada pugnando por salir es la «sombra». La sombra equilibra las pretensiones de la persona, mientras que la persona equilibra las tendencias antisociales de la sombra.

La sombra es una forma arquetípica que contiene una parte del individuo, una especie de desdoblamiento de su psique, de ahí el término «sombra». La función indiferenciada de la personalidad, es decir, la menos desarrollada y la que, por tanto, presenta un desequilibrio, es nuestro «lado oscuro», allí donde la luz no llega. Se trata, en términos generales, de funciones psíquicas que se han reprimido por razones morales, estéticas, educacionales o por ir en contra de los principios conscientes del individuo. La carencia de estas funciones propicia su surgimiento inconsciente de manera impredecible.

Paralelo al desarrollo del yo, corre el desarrollo de la sombra a medida que dejamos de lado conscientemente determinadas cualidades de nuestra personalidad. Es por esto que la sombra nunca puede ser integrada por completo a la consciencia. A pesar de ello, el trabajo constante con la sombra es necesario para afianzar nuestro yo, ya que ésta se encuentra próxima al mundo de los instintos.

Debemos buscar en nuestro interior para identificar los atributos de la sombra. Cuando de repente nos sobreviene un ataque de rabia, o nos comportamos de modo grosero, ruin o antisocial, entonces debemos inquirir de dónde salen esos sentimientos que en circunstancias normales rechazamos y por qué se producen en un momento determinado. Podemos encontrar nuestra sombra no sólo en los propios actos erróneos o en actitudes de nosotros mismos que rechazamos por no identificarnos con ellas, sino también en figuras externas concretas.

La sombra en los sueños

En la interacción con personas de su mismo sexo, el individuo debe buscar el equilibrio entre su sombra y la de los demás. Si observamos la sombra en alguien del sexo opuesto, su presencia no nos resulta tan molesta. Ésa es la razón por la que, tanto en los sueños como en los mitos, la sombra se manifieste como un individuo del mismo sexo que el soñador.

La sombra y la oscuridad representan lo desconocido, lo que no somos: el otro. Desconocemos al otro, y por eso nos infunde terror. Su existencia es una amenaza. En sueños, por ejemplo, se nos representa como un desconocido de nuestro mismo sexo con esas actitudes que rechazamos, pero también puede concretarse en una persona de nuestro entorno que las reúne. Una u otra encarnación depende de su correspondencia con la esfera del yo del subconsciente personal (manifestado en actitudes reprimidas o en figuras conocidas) o del inconsciente colectivo (manifestado en la figura del adversario).

El subconsciente no moraliza

Las tendencias reprimidas de la sombra no tienen por qué ser «malas». El subconsciente no moraliza. Es más, la sombra en ocasiones muestra cualidades consideradas «buenas», por ejemplo cuando el individuo vive en su vida consciente por debajo de sus posibilidades, entonces la sombra se manifiesta con impulsos creadores y positivos. Por lo general, la sombra es simplemente algo bajo, primitivo, inadaptado, a veces con matices infantiles, que enriquecería la existencia del individuo si no se enterrase bajo prejuicios, reglas y costumbres.

Confrontarse con la sombra implica, pues, adquirir consciencia crítica de nosotros mismos. De lo contrario, todo lo que nos es inconsciente se presenta transferido a un objeto, al otro, que es quien tiene la culpa, cuando en realidad se trata de la oscuridad que no reconocemos en nuestro ser. Este trabajo con la sombra no es sencillo, y el individuo suele escudarse en la negación, acogiéndose al terreno conocido de sus ilusiones y sus depresiones.

Imagen de portada: ‘Narciso’ (detalle), de John William Waterhouse (1903).

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